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Curso_Verano_18 // #Teórico3 “Café consciente” (PARTE A)

Café consciente

Recorriendo ciudades, sus calles, muchas veces nos llama la atención los colores, las texturas que se juegan en las paredes o en el piso. Nuestra mirada, nos permite abrir caminos. Sin embargo, los olores, nos guían como faros en nuestros pasos, permitiendo o inhibiendo nuestro descubrir.

Se construyen barreras (imaginarias) que son avaladas por lo que observamos. Ellas, nos expulsan de la capacidad de conocer dado que nuestro registro visual, funciona como un gran Super Yo. Como policías epistémicos, valoramos el espacio por su aroma.

¿Cómo creamos oportunidades para conocer si no nos damos cuenta que nuestros sentidos operan como layers en este proceso?

Patrick Süskind en su libro El perfume, nos relata la vida de Jean-Baptiste Grenouille, la vida de un asesino. Nuestro protagonista nació en Paris, en la semana de la revolución francesa. Su madre le dio a luz en un mercado de pescado, donde trabajaba, rodeado de un olor sumamente desagradable. Jean Baptiste quedó huérfano luego que ella muriera decapitada por infanticida.

Desde su nacimiento tuvo algo especial, algo que sólo le pertenecía: tenía muy desarrollado su sentido del olfato; pero él carecía de olor propio, el olor de su cuerpo.

A través de esta novela, comprendemos algo que tal vez olvidamos. El olor, nos hace únicos y especiales. Ninguna persona huele como otra. La modernidad a través de perfumes y detergentes, de aerosoles y velas, fue apagando este sentido. Quizá su ausencia, nos permitiría ser invisibles (como Grenouille).

Podemos decir, que el olor es mensajero de una esencia. La seducción que despliega el mismo es implacable: se instala en nosotros y sella su poderío en los tejidos de la memoria. Tal vez, lo más extraordinario es que de repente, sin previo aviso, simplemente con un olor o un sabor y sin tener que hurgar entre los estantes de libros, podamos rescatar un párrafo o una fotografía y transportarnos por un instante, a un momento concreto de nuestra vida, algo que de forma consciente somos incapaces de recuperar.

Tras una percepción inesperada se abre ante nosotros una página que parece que no contiene nada, y tiene que ver con aquello que nos ha hecho revivir aquel instante. Rememoramos. Es verdaderamente extraordinario que en nuestro cerebro la dualidad espacio y tiempo se dobleguen y se pongan al servicio de un sentido.

Marcel Proust (1871-1922) fue un novelista francés con una sensibilidad exquisita, un indiscutible pintor de sensaciones. Entre su producción literaria figura una controvertida obra –una heptalogía- titulada «En busca del tiempo perdido» (1913-1927).  En uno de los libros que componen la obra «Por el camino de Swann», el narrador protagonista explora su pasado, evocando recuerdos desordenados, en los cuales la única ley es la asociación libre de ideas. En este libro nos cuenta como cierto día, abrumado por la tristeza, y tras llevarse a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena, de repente su cerebro le trasladó a los veranos de su infancia en Combray.

Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago con las migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba (…)”

La «magdalena de Proust» es un recurso literario que ha dado mucho juego a los científicos, desde el campo del marketing hasta el de la neurología. El escritor francés, sin ser neurocientífico, nos explica el funcionamiento de la mente. Un simple aroma o un sabor es capaz de desencadenar una catarata de sensaciones. El sentido del olfato es verdaderamente enigmático, involuntario y difícil de describir.

Nos permite descubrir como al mismo tiempo, nos invita a huir. Los olores enriquecen nuestra percepción del mundo. Pero, a pesar de su ubicuidad, conocemos menos de la memoria olfativa que de la visual y la auditiva.

A través de la memoria olfativa, la gente suele contar historias sobre olores que evocan vívidos recuerdos autobiográficos. Puede tratarse del olor de la comida de una abuela, del olor de un hospital, de una determinada bebida alcohólica o de una tela. Los aromas despliegan narraciones.

En la actualidad, el olfato es, por así decirlo, el único sentido que nos puede hacer revivir una emoción sin ser conscientes todavía de ella. En otros momentos evolutivos esta cualidad estaba directamente implicada en nuestra capacidad de supervivencia. Lo epocal, también formatea nuestros sentidos.

Cómo envolvemos las sensaciones? Cómo damos cuenta al otro de las mismas? El lenguaje es uno de sus caminos.

Humberto Maturana y Francisco Varela han realizado un interesante trabajo científico sobre sistemas cognitivos, o para señalarlo en un lenguaje más sencillo: nos hablan sobre cómo funciona nuestra mente.

Su investigación ha demostrado que nosotros, como humanos, vivimos dentro de las imágenes que poseemos del mundo, incluso por la forma en que percibimos los colores y los olores. Creemos que nuestra comprensión individual del mundo es absoluta y correcta, una representación fehaciente de lo que está ahí afuera, pero…. no lo es.

Vivimos mucho en nuestros pensamientos sobre el mundo y en nuestros pensamientos sobre las personas que nos rodean. Al decir de nuestro Titular de Cátedra, Alejandro Piscitelli, vemos lo que somos. Nuestra cultura ha favorecido esta conceptualización durante mucho tiempo y, como resultado, nos atascamos en ideas preconcebidas de la realidad.

Maturana también señala que como humanos, «vivimos en nuestro idioma» y a través de las redes de relaciones, de nuestras conversaciones, damos a luz a un mundo. Formamos nuestra cultura, la construimos a través de las palabras.  El diálogo es nuestra forma humana de crear y sostener las realidades en las que vivimos. Pensamos y coordinamos nuestras acciones a través de la conversación. Creamos a través de la misma, para bien o para mal, lo que sabemos.  Vivimos en un trenzado de emociones y lenguaje. En esta coordinación, se establece un consenso o acuerdo constituyéndose la «realidad».

Las palabras no son triviales: son los nodos o elementos de las redes de conversación. El lenguaje es la coordinación de las acciones, no un acto simbólico tal como lo entendemos comúnmente. Con una palabra puedo seguir un camino y con otra, un camino diferente. Nuestro lenguaje distingue una forma de habitar una comunidad y de ser parte de nuestra cultura.

Como seres humanos, nos encontramos viviendo en comunidades en coordinación recursiva de actividades, generando diferentes mundos y realidades como diferentes maneras de convivir en redes de conversación. Cada una de ellas, son procesos de polinización cruzada. A medida que  se desarrolla, surge una red viviente. Nuestra capacidad de reflexión en el lenguaje es esencia de nuestra humanidad Una persona que refleja, crea mundos nuevos. Como seres humanos, poseemos la cualidad de reflejarnos en el lenguaje y en las conversaciones. La cultura es una red de conversaciones que genera y conserva estados, modos de vida y de convivencia.  Todo cambio cultural, es un cambio en la red de conversaciones y la forma de vivir que surge en este entramado. El lenguaje y las conversaciones son «hechos» que se encuentran en el corazón de nuestra capacidad para producir intencionalmente mundos.

Vivir, hacer y conocer

Nuestra percepción y conocimiento no son representaciones de la realidad, son actos que reflejan lo que nos es posible ver, comprender o hacer de acuerdo con nuestra estructura. Existe una circularidad entre nuestras posibilidades estructurales y cómo el mundo se nos aparece.

“Todo conocer es hacer y todo hacer es conocer”.

Solemos movernos en el mundo como si nuestro conocimiento de él fuera una representación mental de dicho mundo, como algo dado y fijo que está ahí afuera. No nos cuestionamos esta certeza perceptual. Maturana y Varela nos están diciendo que no vemos el mundo que está ahí afuera tal cual es, sino que, nuestra experiencia del mundo nos involucra de manera personal y se encuentra enraizada en nuestra estructura biológica.

“Cada acto de conocer trae un mundo a la mano”. 

Nuestros actos cognitivos están determinados por nuestra estructura y esto involucra nuestra percepción y nuestras capacidades de distinción en el lenguaje. Toda descripción trae un mundo a la mano y es un hacer de alguien particular en un momento particular, que expresa sus capacidades de distinción en el lenguaje en un  dominio de observación. Conocer es, entonces, una acción que permite que un ser vivo continúe su existencia en un ámbito determinado al traer allí un mundo a la mano, dado que define un espacio de posibles acciones para sostener la autopoiesis de ese ser vivo. Decimos por eso, que el conocimiento es capacidad de acción efectiva.

Lo epocal, el lenguaje está íntimamente ligado a quienes somos. La biología del conocer que desarrolla Maturana, nos permite descubrir que somos observadores históricos envueltos en dominios explicativos.

Comenzamos nuestro espacio presencial con un guiño invisible. Nuestra primera imagen compartida, señalaba la siguiente frase: Más que humanos. La misma hacía referencia a un libro de ciencia ficción de Theodore Sturgeon de 1953. En él se relata la relación entre seis personajes que son capaces de mezclar-unir sus habilidades, actuando como un solo organismo. Ellos son capaces de unirse psíquicamente para formar una sola entidad, un nuevo colectivo.

Finalizamos con una invitación que este novelista realiza en Pluribus Unicorn (1979):

Acaso hay algún amor en alguna parte sin su propio lenguaje?

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